Monday, September 27, 2010

Reparación de la memoria

.J. Martín / Pradoluengo
Setenta y tres años es mucho tiempo. Concretamente, veintiséis
mil seiscientos cuarenta y cinco días, casi seiscientas
cuarenta mil horas. Quizás, los impulsores del golpe de estado
que condujo a la Guerra Civil creyeron que tantos minutos,
tantos segundos, marcados lentamente en el reloj del miedo,
serían capaces de hacer olvidar ultrajes, vejaciones y
fusilamientos. Tras la maldita guerra, y bajo la insoportable
presión de la culpa o tras los visillos de una venda impuesta
en la memoria, el silencio se hizo dueño de las conciencias.
Las mentes de quienes sufrieron aquellos años reaccionaron con
instinto de supervivencia, enmudeciendo, intentando dejar de
sentir, cobijando como un tabú, en lo más recóndito de su
cerebro, las imágenes más duras de la época contemporánea
española.
El 9 de octubre de 1936, tras dos meses y 14 días en prisión
preventiva, se desarrolla en Burgos un juicio sumarísimo. Ante
el tribunal militar, el alcalde electo de Pradoluengo, Pedro
Pérez Martínez, oye atónito la voz del secretario que, cual
reflejo onírico de una larga pesadilla, retumba portentosa en
la sala: «Resultando: Que el procesado tuvo noticias hacia la
una de la madrugada del día 19 de julio, de la celebración de
una reunión por parte de elementos simpatizantes con el
Movimiento Nacional que entonces se iniciaba, y en su deseo de
oponerse al mismo, telegrafió al que fue gobernador civil de la
provincia, pidiéndole medios para realizar el indicado fin y,
de acuerdo con la respuesta que recibió, encargó al presidente
de la UGT del citado pueblo, llevara una orden escrita para el
teniente Jefe de la Guardia Civil de Belorado, al objeto de que
al mando de dicha fuerza, pasase a Pradoluengo y procediera a
la detención de aquellos elementos que pudieran colaborar en el
Movimiento Nacional, cosa que no pudo llevarse a efecto, por
haber recibido orden de la Guardia Civil de concentrarse en la
Capital. El procesado es elemento destacado extremista de la
localidad y formaba en uno de los partidos del que se llamó
Frente Popular».
Efectivamente, Pedro fue desde la jubilosa proclamación de la
República unos años antes, uno de tantos españoles que vivieron
con implicación los cambios esperanzadores del nuevo sistema
político. Este pequeño empresario familiar, que soñó con crear
una fábrica de embutidos en su localidad natal, emigró en su
juventud a Veracruz, donde fue uno de los hombres de confianza
de su paisano el indiano Crótido de Simón. Al no conseguir los
resultados crematísticos esperados, Pedro volvió a España y
simpatizó en Madrid con las ideas republicanas. Su retorno a
Pradoluengo coincidió con ese caldo de cultivo, en el que se
fraguó el cambio político hacia un sistema democrático.
El 19 de abril de 1931, Diario de Burgos daba cuenta de la
proclamación de la República en Pradoluengo cuatro días antes.
Acompañado de «numerosos correligionarios» y de la banda
municipal, el Comité Republicano, presidido por nuestro
protagonista y respaldado por Eulogio Bartolomé, Abdón de
Miguel y Felipe Pérez, izó la bandera tricolor a los sones del
Himno a Riego. Las primeras palabras del Comité fueron un
llamamiento a respetar el orden, declarando que la República
era un régimen «de paz, de libertad y de justicia, y que por lo
tanto todos y cada uno de los que lo integran han de dar
pruebas inequívocas de que son hombres de orden, que quieren a
su pueblo y a su patria, a cuyo bienestar y engrandecimiento
encaminarán y ordenarán todos sus actos». Años después, Pedro
se afilió a Izquierda Republicana, el partido de Azaña, siendo
proclamado alcalde tras la victoria del Frente Popular en
febrero del 36. Entre otras medidas significativas, medió entre
patronos y obreros de las fábricas textiles, en momentos duros
de crisis y carestía de trabajo. Su labor también destacó en la
promoción de la vida cultural y deportiva, destacando su
preocupación por los más desfavorecidos.
Como tantos otros, el «delito» por el que cínicamente se le
condenó fue por «auxilio a la rebelión», prestada según su
sentencia, «por los actos realizados por el procesado a la
rebelión militar en contra del Movimiento Nacional». La pena
aplicada fue la de quince años de reclusión e inhabilitación
absoluta durante la condena. Una condena que suponía no sólo la
aniquilación personal, sino el sufrimiento y el ostracismo para
toda su familia quien, en virtud de la ley de responsabilidades
políticas, quedó prácticamente desamparada y desprovista de
sustento. Su traslado a la cárcel supuso un halo de esperanza,
máxime en los primeros meses de la contienda, donde la
represión alcanzó cotas inenarrables. Sin embargo, las
condiciones del fuerte pamplonés de San Cristóbal, donde fue
conducido, eran nefastas. Tratamiento vejatorio, frío, hambre,
humedad, torturas físicas y psicológicas, se cebaron entre
aquellos desdichados. Tras año y medio de supervivencia, Pedro
falleció de tuberculosis el 13 de enero de 1938. Tenía 56 años
y dejaba viuda y seis hijos.
Y tras la muerte, el silencio. Setenta y tres largos años de
silencio, sólo roto por el quejido amargo de bisbiseos
escondidos. Tras la restauración democrática, el Ayuntamiento
de Pradoluengo dedicó a Pedro una calle en 1990 y, en 2009,
expuso durante 73 días, el mismo número de años en los que se
tardó en reconocer su figura, la resolución de reparación y
reconocimiento personal, para conocimiento de su rehabilitación
oficial entre los pradoluenguinos, de los que fue el último
alcalde constitucional de la Segunda República.   

La irritante levedad de la memoria histórica reciente

 


La irritante levedad de la memoria histórica reciente Manuel Ortega Linares [Image] Con mis sesenta y cuatro años yo sufrí a la Iglesia Católica. Aunque yo nunca fue creyente y menos aún católico a los siete años la que Voltaire llamara La Infame (él sabrá por qué y yo no quiero decirlo aquí aunque comparto su opinión) me obligó a hacer la primera comunión tras la correspondiente confesión (primera y última pese a las fuertes presiones de la que fui víctima posteriormente). Con su Índice de Libros Prohibidos (una de las infamias) me prohibía, porque le daba la gana, que yo leyera los libros que me daba la gana a mí. De modo que ya a mis veinte años logré leer clandestinamente y jugándome el tipo las obras de Freud editadas en México, claro. La Iglesia entre otras muchas cosas, con su poder todopoderoso, nos imponía a todos, porque sí y porque iba contra “sus intereses” lo que podíamos leer y lo que no ¡esto es grande y la memoria de muchos muy flaca! Veamos algunas cosas de las que Freud decía y que la Iglesia, enlugar de rebatirlas, las prohibía. Decía Freud:
“La creencia, como sentimiento inconsciente, satisfaría, de una manera todopoderosa y fantástica, nuestro deseo infantil de omnipotencia, la aspiración radical a convertirnos en el ombligo del mundo. El silogismo freudiano se construye de un modo parecido al siguiente: la religión conduce y acrecienta el narcisismo humano (al posibilitar la vivencia de una omnipotencia simbólica sostenida por la imaginación). Todo narcisismo es una neurosis (en cuanto que aparta al hombre del principio de la realidad). El narcisista no acepta a los otros, sino en la medida que protegen y acentúan su narcisismo (le adulan, le alaban, le contemplan y le gratifican) por eso no admiten ningún tipo de crítica por razonable que sea. El narcisista instrumentaliza el amor. Su relación queda así manipulada hasta el estrechamiento de que los juicios de los demás son importantes, absolutos (a pesar de su relativismo), en tanto que con él se relacionan y concuerdan con lo que él cree. El narcisista acapa ra o intenta acaparar la atención de los demás en torno suyo. En el narcisista se da cerrazón, clausura, movimiento centrípeto e inmanente, hermetismo. Su yo es el polo en donde se encontrarán o por donde ha de pasar toda relación humana. Su camino no tiene más que una dirección: la de regreso. Antes de llegar a las cosas, ya está de vuelta. Llega a ellas en tanto que regresa de ellas, o las hace depender de sí mismo. Su meta está más acá y por debajo de sí, lo que hace imposible que en su modo de estar situado aparezca un horizonte, no puede haber un “nuevo modo de pensar” por racional y lógico que sea. La autenticidad del narcisista reside en que Dios sea lo que él quiere (para satisfacer los caprichos de su inmadurez). El narcisista somete a Dios al hacer que Dios esté como a la espera de sus necesidades. El narcisista se clausura a sí mismo y en el replegamiento sobre sí se sirve del otro en tanto que otro que "sí mismo". La preocupación enfermiza, por sí mismo, oscurece al verdadero yo, ahora abaratado, opaco y esclavo por su dependencia. Su inmadurez y necesidad de afecto reclaman el apoyo afectivo y continuo de cuantos le rodean. En su opinión no existen diferencias entre lo supersticioso y lo religioso, pues, en última instancia, ambas esferas se fundamentan "en proyecciones de elementos psíquicos al mundo exterior". La religión es el sistema que protege el propio narcisismo a través de la creación de un fantasma (dios), al que la imaginación adorna de una benévola omnipotencia, fiel al servicio del narcisista. «El origen de la religión reside en la necesidad de protección del niño inerme y deriva sus contenidos de los deseos y necesidades de la época infantil, continuada en la adulta». La religión es considerada bajo esta perspectiva como una psicosis de grupo, por la que el hombre se evade de una realidad pregonera de su culpabilidad ansiosa. Una esquizofrenia colectiva. O bien, la religión se interpretaría como la gran neurosis obsesiva , colectiva. El culto, la piedad, se convierten en el ceremonial sustitutivo y perseverante de los neuróticos obsesivos. El sistema de prohibiciones, patológicamente presentes en estos enfermos, es equiparado a las prescripciones específicas del cristianismo. La religión supondría un disvalor la verdad de la teoría freudiana al poner en evidencia su poder patógeno. Luego la religión neurotiza”.